miércoles, 14 de diciembre de 2016

La crisis del asistencialismo

Un recorrido tan esquemático como simplificado por la historia de la cuestión social y de las condiciones laborales que va desde los inicios de la Revolución Industrial hasta nuestros días nos permite reconocer tres grandes mojones o etapas. Cada una de ellas exhibe un actor social protagónico dentro del grupo que contiene a los más desfavorecidos.
El proletariado. Entre los inicios de la Revolución Industrial a mediados del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XX la suerte de esta clase social estuvo atada a la de la burguesía o, si se prefiere, a los propietarios de los medios de producción, o, si queremos una expresión más apropiada a nuestros tiempos, al capital privado. Las privaciones y  la ausencia de previsiones y protecciones identificaron la condición de la clase obrera.
El salariado. Esta clase social vive su momento de gloria entre 1945 y 1975/1980. Su mejor apoyatura está en la presencia activa del Estado benefactor proveedor de asistencia y legislación apropiada para terciar en la puja distributiva entre los trabajadores integrados en el sector formal de la economía (mayoritario durante el transcurso de esos años) y el empresariado. El salario es la clave que explica la inserción de este conjunto en la vida social.
El precariado. Surge  a partir de 1980 y se expande a ritmo acelerado hasta nuestros días como  resultado de la convergencia de varios factores: la crisis del Estado benefactor, la reacción conservadora y la consolidación del neoliberalismo. Lo que le confiere identidad social a este amplio segmento de la población no es lo que puede ganar sino lo que perdió en materia de derechos, beneficios y protecciones con escasas posibilidades de recuperación.  De ahí su condición de perdedores y de excluidos estructurales de los sistemas sociales. En este contexto sus expectativas están centradas en el asistencialismo de pésima calidad que el Estado fiscalista alimenta exprimiendo a lo que queda del salariado por vía de la sujeción cautiva a impuestos distorsivos (aunque se muestran como progresivos) y practicando la política del toma y daca con la clase política y los sindicatos.
Una muestra coyuntural de esta condición estructural de los estados fallidos que excede a los gobiernos, es lo que pudimos leer en un mismo día en los diarios de mayor circulación. Mientras en Brasil se aprobó la ley que congela el gasto público por veinte años, en la Argentina, gobierno, oposición, sindicatos y empresarios (la flor y nata del corporativismo democrático) negocian después de una mala función teatral el modo de seguir exprimiendo al salariado mediante la perpetuación del impuesto a los ingresos de los trabajadores registrados con la excusa del déficit fiscal y la "gobernabilidad". Un gobierno y el otro muestran dos caras de la misma moneda. Uno achicando la ya de por sí lamentable asistencia a los que perdieron y el otro estudiando cómo le puede seguir sacando lo máximo aceptable a los que todavía están incluidos. Corrigiendo ligeramente a Serrat, Santa Rita, Santa Rita, lo que te da, te lo quita. Uno se esfuerza por "achicar el Estado" lo máximo posible; el otro, succionar todo lo que se pueda del único sector cautivo del campo económico.
La explicación es simple. Dentro del actual sistema socioeconómico, la única manera moderna de generar riqueza genuina es produciendo bienes físicos que puedan venderse en el mercado y ser comprados con dinero. Este esquema es el único que sigue permitiendo la explotación y la recaudación de impuestos. Para eso tiene que haber trabajadores que cobren un salario, empresarios que se queden con una parte y un Estado que se sostenga recaudando de esa riqueza real generada, lo que necesita para funcionar. Como la segunda modernidad llevó el trabajo a las zonas donde la mano de obra es más barata, los impuestos son menores o nulos  y la tecnología suprimió trabajo real, los países cuyos Estados se quedaron sin ofrecer algunas de esas cosas, tienen que exprimir a los que trabajan para sostener a la cada vez más grande masa de excluidos y, al mismo tiempo, seguir beneficiando a los cada vez más monopólicos grupos empresarios (materias primas, energía, obra pública, etc.) y pedir prestado dinero excedente que circula por los mercados financieros. En resumen: lo único que tienen la mayoría de los Estados deficitarios (es decir, casi todos) para seguir pedaleando en el aire es impuestos más deudas hasta que el cuerpo aguante.

Mientras esto sucede, seguimos escuchando de un lado y del otro discursos que quieren mostrarnos la luz tapando el sol con las manos. Repugna atender las cínicas explicaciones fiscalistas de los representantes del 1%, y resultaría gracioso, si no fuera dramático, escuchar a quienes dicen estar del lado del 99% llenándose la boca con consignas y frases grandilocuentes que ni ellos mismos pueden creer acerca del carácter progresivo de los impuestos y de su inclaudicable defensa de los derechos de los trabajadores. Lo que hay está a la vista y, por lo que parece, por lo menos en el mediano plazo, no tiene la forma de algo parecido a una solución.

martes, 27 de agosto de 2013

Pobres de nosotros. Periodistas, legisladores y comunicación negativa

En los tres períodos en los que me gusta dividir la historia social y cultural de occidente hubo un momento en que la expresión dominante de esa cultura tuvo su versión negativa. Así por ejemplo, en la premodernidad (ese momento de la historia que entre los siglos III y XIV fue acaparado por el pensamiento teológico) la élite intelectual de la época (o sea, los teólogos) supo construir en sus albores (digamos, del silgo III al siglo V) una versión de la teología que se denominó teología negativa. Esta teología niega la posibilidad de conocer a Dios por lo que es, y sólo acepta que se puede saber de él lo que no es (Dios no es ni un género ni una especie porque está más allá, tanto de cualquier realidad física, como de las posibilidades de aprehensión y comprensión de la inteligencia humana). Por eso, para la teología negativa, Dios es incognoscible e incomprensible.
También la modernidad (el período que muchos científicos sociales extienden entre los siglos XV y fines del siglo XX) ha sabido darle una impronta negativa a uno de sus conceptos insignes: la dialéctica. Recordemos la importancia que ese concepto tuvo primero para Hegel, y luego para Marx. Por eso, dentro de esa tradición, en el marco de lo que fue la escuela de Frankfurt, y ya pasada la mitad del siglo pasado, Adorno acuñó la expresión dialéctica negativa e incluso le dio formato de libro. Básicamente, esa dialéctica niega lo que fue un estandarte del pensamiento metafísico clásico que creía posible identificar razón y realidad, sujeto y objeto y, en términos de la filosofía del lenguaje, el mundo y sus referencias. En pocas palabras, la dialéctica negativa busca resaltar el valor de la diferencia y la contradicción por encima de los valores tradicionales burgueses de la identidad, la unidad y la armonía (este último concepto, sobre todo, en el campo de la estética, como valor positivo de la belleza).
Nosotros, en nuestra época, que algunos llaman posmodernidad y otros modernidad tardía, para no ser menos, también asistimos a un momento en el que una de nuestras vedetes conceptuales, la comunicación, atraviesa por una etapa en la que con todo derecho podemos decir de ella que va en camino de constituirse (si es que todavía no lo ha hecho), en comunicación negativa.
Comunicación negativa es  aquella producida de manera deliberada por un conjunto de emisores organizados con la finalidad de desinformar, confundir y escandalizar a los receptores a los que van dirigidos sus mensajes. La comunicación negativa tiene una usina, dos grandes grupos de voceros y dos espacios de difusión bien definidos. La usina de la comunicación negativa es el conjunto de factores de poder que construye estrategias discursivas (argumentos racionales y/o emocionales) que sostienen sus intereses sectoriales. Sus voceros son los periodistas y los políticos parlamentarios (en general, los legisladores). Los espacios sociales donde se expresa la comunicación negativa son los medios de comunicación y el parlamento.
Después de Karl Kraus (contra los periodistas) es muy poco lo que se puede agregar sobre esta nueva casta sacerdotal que interpreta, apostrofa, dictamina y enjuicia sobre todo y sobre todos y que, bajo sus dictámenes y sentencias, quedamos nosotros expuestos, indefensos e imposibilitados de contrarrestar la fuerza y los efectos de sus expresiones. Y aunque es muy poco lo que se puede agregar después de lo dicho satíricamente por Kraus sobre los periodistas, Pierre Bourdieu[1], se permite glosar las reflexiones del escritor austríaco, y lo primero que nos recuerda es que “los fenómenos observados por Kraus, tienen un equivalente hoy”. Para sostener esta afirmación, Bourdieu puntualiza algunos rasgos del periodismo que contribuyen a darle forma a la comunicación negativa.
Afirma, en primer término, que los periodistas se arrogan el monopolio de la objetivación pública, esto es, si lo dicen ellos, entonces es cierto y las cosas, los hechos o las personas son como los periodistas dicen que son.
En segundo lugar, constata el poder (y el abuso de poder) que el periodismo ejerce cotidianamente sobre nosotros, y eso debería servirnos como advertencia para ser precavidos ante sus especulaciones, conjeturas y afirmaciones.
En tercer lugar, Bourdieu menciona cómo ejercen ese poder los periodistas, diariamente, a través de la divulgación masiva en los grandes medios, y lo hacen en el acto “de publicar o no publicar los hechos o los comentarios a ellos dirigidos (hablar de una manifestación o guardar en silencio, de dar cuenta de una conferencia de prensa o ignorarla, de dar cuenta de manera fiel o inexacta, o deformada, favorable o desfavorable), o hasta, en desorden (a granel), por el hecho de poner los títulos o las leyendas, por el hecho de pegar etiquetas profesionales más o menos arbitrarias, por exceso o por omisión (podríamos hablar de los usos de la etiqueta de "filósofo"), por el hecho de constituir como un problema algo que no lo es, o la inversa. Pero pueden ir más allá, impunemente, respecto a personas, a sus acciones o a sus obras. Podemos decir sin exagerar, que tienen el monopolio de la difamación legítima. …”
En cuarto lugar, pone en tela de juicio la moralidad o ética siempre presentes si no explícitamente, como telón de fondo de las notas o editoriales que escriben en los diarios o dicen en la radio o la televisión. En ese sentido, recuerda que Kraus “…tenía horror por las buenas causas y de aquellos que sacan provecho: es un signo, a mi juicio, de salud moral de estar furioso contra aquellos que firman peticiones simbólicamente rentables. Denuncia lo que la tradición llama el "fariseísmo". Por eso, expone sus “…dudas sobre la deontología y sobre todas las formas de seudo-crítica periodística del periodismo, o televisiva sobre la televisión, que no son más que distintas maneras de hacer el audiómetro y de restaurar su buena conciencia, dejando todo en su lugar”.
Sin embargo, todo esto no es más que el efecto de la puesta en marcha de la comunicación negativa que el periodismo ejercita diariamente. Tal vez lo más significativo  está  en la forma como instrumentan ese valor de la comunicación. En líneas generales lo hacen recurriendo a tres procedimientos tan básicos como efectivos:
        interpretar para desinformar. Aunque no estoy muy seguro de que todos los periodistas sepan quién fue Nietzsche (en realidad desconfío de la formación académica y del bagaje cultural de la mayoría de ellos y ellas), y mucho menos que casi todos conozcan aunque sea la vulgata de la famosa reflexión del filósofo que en su expresión más difundida dice “no hay hechos, sólo interpretaciones”, cada uno se las ingenia para desinformar poniendo en práctica esta máxima, interpretándolo todo. Y por supuesto, tampoco creo que para interpretar posean una profunda vocación hermenéutica ni que sigan los argumentos de Gadamer en Verdad y método, o de Ricouer en Hermenéutica y acción. Cuando interpretan se produce un fenómeno curioso. Interpretan los hechos como lo haría cualquier persona (muchas veces, “para que la gente entienda”) pero, como lo hacen desde un lugar privilegiado en términos de emisión para la comunicación (el púlpito de los medios), sus interpretaciones se toman por (o se transforman en) contenidos informativos. Lo que sucede es que esas interpretaciones cuentan con escaso respaldo argumentativo o fáctico y eso hace que esa faceta informativa de la interpretación termine desinformando, sobre todo cuando se cruza con otras interpretaciones surgidas de la misma manera.
        opinar para confundir. El resultado de cada interpretación periodística (que, como dijimos, tiene un peso social superior a cualquier interpretación que no circule por los medios), se transforma en una opinión autorizada que aumenta sus dimensiones a medidas que luego se replica en otros medios y en otros programas en las que se confronta con las opiniones de otros periodistas o “expertos” que en pocos segundos nos explican su punto de vista de cualquier cosa (un choque, una explosión, un asesinato, el sentido de una ley, un eclipse, el reglamento de un deporte, o lo que sea). Se produce entonces en la audiencia o entre los lectores un efecto de saturación por exceso de opiniones. Ese exceso cuantitativo suele ser siempre defendido y exaltado como “una expresión genuina de pluralidad de voces que fortalecen la democracia”. La confusión, entonces, está clarísima.
        confrontar para escandalizar. Es posible que alguna vez algún “maestro de periodistas” les haya dicho que un buen periodista es aquel que hace preguntas incisivas, molestas, o que es capaz de poner en aprietos a su entrevistado confrontándolo con su propio “archivo”, con su pasado o con su rival, adversario, o contrincante de turno. Cuando uno ve o escucha esos “debates” que puede ser entre vedetes o políticos (si es que hay diferencia entre ellos) advierte de inmediato que la propuesta no apunta a llegar a alguna conclusión superadora de las diferencias sino a llenar un vacío mediático con el escándalo que surge de la confrontación. Los medios, en definitiva, se ha convertido en eso: un vacío que hay que llenar con lo que sea y el escándalo no es más que uno de los rellenos predilectos de los periodistas.
Pero si algo le faltaba al periodismo para terminar de completar esta forma de construir comunicación negativa, aparecieron los comentarios de “la gente” en las notas de los diarios que leemos en internet. De verdad, uno no puede creer que eso que lee al pie de las “interpretaciones” pase realmente pero, seguramente, en nombre de la libertad de expresión, los comentarios y los comentaristas vinieron a unirse a los periodistas para terminar de darle forma a este nuevo valor de la comunicación.
En resumen, la comunicación negativa se sostiene en la interpretación que los periodistas hacen de los hechos, en las opiniones que ellos tienen sobre los acontecimientos y las personas, y en la construcción de confrontaciones (reales o inventadas) que sirven para mantener despierto el espíritu amodorrado de los lectores y las audiencias. Interpretar, opinar y confrontar son las prácticas más usuales de los periodistas que construyen comunicación negativa, y esas prácticas suponen una gradación de calidad en su puesta en acto (no es igual la calidad de la opinión de un editorialista avezado que la de un cronista; no es lo mismo que interprete los resultados de las encuestas –otra herramienta de la comunicación negativa- el conductor de un programa político, que lo haga un ciudadano común; no son equiparables las confrontaciones que nacen de la pluma de un jefe de redacción o del comentario de un conductor del panel, con las que provoca un notero en la calle, pidiéndole la opinión sobre su supuesto adversario, al entrevistado de ocasión).
El otro ámbito donde se genera comunicación negativa dentro del género político, es el parlamento. Y, lógicamente, sus gestores son, sobre todo, los parlamentarios pero, para decirlo más en general, cualquier político que ocupe un puesto por afuera de los cargos donde se toman decisiones.
La democracia moderna ha hecho del parlamento un lugar donde suceden dos cosas: por un lado, se cobijan quienes trabajan de políticos y tienen pocas o ninguna chance de ocupar cargos en los puestos de decisión que, por lo general, son los que se encuentran dentro del poder ejecutivo (desde el presidente y los gobernadores hasta los ministros), y ahora también, en el Poder Judicial. Por otra parte, el parlamento es el lugar en donde esas personas que van de un partido a otro con la doble finalidad de conservar su puesto de trabajo de políticos y de expresar las ideas de sus empleadores/anunciantes, hablan entre ellos haciendo ver que lo hacen en nombre del pueblo o de sus representados, pero en realidad sólo hablan para cumplir con su trabajo que, justamente, consiste en hablar y cobrar por eso. Para poder hacer su tarea lo que hacen es politizar algún tema que luego le permita hablar de eso.
Un pequeño grupo de ellos, además de hablar en el recinto y en las comisiones, va de un set televisivo a otro, y pasan de un micrófono de radio a otro.  Son los "parlamentarios mediáticos". Ellos se encargan de llevar por los medios las opiniones de sus empleadores que casi siempre son empresas o corporaciones en nombre de las cuales hablan (en el parlamento y en los medios) intentado que no se explicite ese mandato. Son, en verdad, personas especiales. No tienen ningún empacho de pasar de un partido a otro o de una organización política a otra, con tal de conservar el trabajo. Saben que lo único que tienen que hacer es hablar y adecuar el discurso a las necesidades de sus empleadores de turno. Ningún partido puede prescindir de ellos, por eso es difícil encontrar algún político que no haya saltado de una organización partidaria a otra, pero también es difícil encontrar algún partido que no tenga o haya tenido entre sus filas a uno o más de estos mutantes.
Esta situación (que no es nueva, pero que se ha transparentado en esta época por la exposición que tienen tanto los políticos como las sesiones del parlamento gracias a la difusión que le dan los medios) ha hecho del parlamento un ambiente donde se genera comunicación negativa (o sea: desinforma, confunde y escandaliza) y ha hecho de ésa, una institución absolutamente  prescindible. Conviene aclarar de inmediato que de lo que se puede prescindir es del parlamento pero no de la representación ni de la democracia representativa. Tal vez una prueba de esto es que a la población, cuando va a votar no le interesan ni las personas ni los nombres de los políticos que ocupan las listas por debajo de los parlamentarios o legisladores mediáticos.
Lenin[2] recordaba textos de Marx en "la comuna de París y señalaba que "... en cualquier país parlamentario, de Norteamérica a Suiza, de Francia a Inglaterra, Noruega, etc.: la verdadera labor “de Estado” se hace entre bastidores y la ejecutan los ministros, las oficinas, los Estados Mayores. En los parlamentos no se hace más que charlar, con la finalidad especial de embaucar al “vulgo”.
Pero mucho más cerca en el tiempo, Luhmann, un sociólogo insospechado de producir ideas radicales como las de Marx o Lenin, también se dio cuenta de que "la politización de los temas no está enlazada de antemano a la solución racional de problemas... Los problemas se tratarán dando preferencia a aquellos problemas que no se pueden resolver (por ejemplo: creación de nuevas plazas de trabajo), sobre lo que es posible hablar sin que se sigan de allí mayores consecuencias. En este campo surgen talentos especiales que poseen habilidad de dar con estos problemas, de evitar su solución y de hacer que otros se ocupen de ello. Se llega así en sentido general a la hipocresía dado que se simula que con tan sólo buena voluntad se pueden solucionar los problemas”.[3]
Por eso, “en las elecciones los políticos tratarán de convencer al pueblo que los elija. Se dedicará mucha atención a la presentación correcta de programas políticos y se introducirán acentos morales para insinuar que ciertas políticas sólo podrían ser alcanzadas por gente que sabe lo que es bueno y verdadero. Es evidente que uno puede darse cuenta de este juego, pero el sistema está inmunizado contra ese tipo de observación porque en este nivel (nosotros diríamos: sistémico) no existe otra alternativa: al parecer no hay otra manera de manejar complejidad política. Si se descubriera otra forma esto significaría una verdadera revolución. Al pueblo no le queda más alternativa que resignarse ante las alternativas que se le proponen. Por eso, viéndolo con realismo, el futuro de la democracia dependerá de la forma en que se distingan las alternativas. [4]
En pocas palabras y para terminar, el periodismo opinante y el parlamentarismo venal y charlatán han sabido construir en nuestro tiempo una pareja que se lleva a la perfección porque saben compartir como pocos los beneficios que genera trabajar para el mejor postor en el momento oportuno, construyendo comunicación negativa. Afuera estamos nosotros mirando con desencanto, desde la ventana, y sin poder  hacer demasiado, el espectáculo que unos y otros escenifican del lado de adentro de la fiesta, tratando de hacernos creer que lo que hacen, lo hacen en nuestro nombre.
 

 



[1] Bourdieu, Pierre: Sobre Karl Krus y el periodismo. En: http://www.rebelion.org/hemeroteca/medios/090303bourdieu.htm
 
[2] V. I. Lenin (1975): El Estado y la revolución. Ediciones en lenguas extranjeras. Pekin. Página 56.
 
[3] Torres Nafarrate, Javier (2004): Luhmann: la política como sistema. México, Fondo de Cultura Económica, Universidad Iberoamericana, Universidad Nacional Autónoma de México. Página 258
[4] Obra citada, página 267.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Adivinando el futuro

Supongamos que no hay re-reelección. Si esto sucede, es seguro que las elecciones de 2015 las ganará un candidato que no será Cristina Fernández de Kirchner ni su kirchnerismo duro.
Supongamos, ahora, que gana un candidato de la oposición o un candidato, como se dice ahora, del Kirchnerismo crítico, que significa, como les gusta a muchos, un buscador de consensos, de diálogo con todos los sectores, que no confronta, etc. Ahora hagamos un repaso por el menú de opciones con los candidatos presidenciables que, al día de hoy, nos ofrecen tanto la oposición como el oficialismo crítico.
Me surgen algunas preguntas. En primer lugar: ¿podrá (o querrá) alguno de ellos, con sus respectivas organizaciones, resistir los embates de la corporación mediática y periodística cuando las medidas que pretenda llevar adelante no coincidan con las expectativas de ese factor de poder? En segundo lugar: tanto si quiere como si puede, ¿reunirá las condiciones necesarias (por ejemplo, los recursos, la fuerza política y el apoyo popular) para sostener la posición propia en el tiempo? En tercer lugar: ¿será, acaso, la búsqueda del poder para el 2015 de estos sectores opositores nada más que un atajo para ser complacientes con la corporación mediática y periodística y de ese modo no tener que enfrentarse a las famosas “cuatro tapas” y ceder ante cada nuevo planteo? En cuarto lugar, y reconociendo que es el interrogante más difícil de responder, me pregunto si, en tren de buscar proteger a alguien y (a futuro), de protegerse a sí mismo, ¿no hubiera sido mejor para la política que los políticos cerraran filas frente a este constante hostigamiento que hoy le toca a este gobierno, pero que ayer le tocó al de Alfonsín, después al de la Alianza (sin dejar de reconocer las diferencias entre ellos), y mañana le tocará al que gane las elecciones?
Comparto todas estas preguntas con ustedes porque si un gobierno como el actual, con todos sus errores y aciertos, pero con la fuerza y la voluntad que pone para gobernar resiste, y tiene las dificultades que tiene con cada medida que quiere llevar adelante, cuál será la suerte de ese conjunto de opositores que, como primera cosa, no deja de mostrar una y otra vez una sorprendente y enorme cantidad de coincidencias con quien, hoy por hoy, mantiene la iniciativa de confrontación con el gobierno y le pelea activamente, palmo a palmo, como ningún otro, todas y cada una de las iniciativas políticas, económicas y de cualquier otro tipo que busca llevar adelante.
No soy muy optimista al respecto y me parece ver, en el horizonte del campo político, muchos nubarrones.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Sociedad hiperbólica

La sociedad argentina se ha convertido en una sociedad hiperbólica. La Hipérbole (del griego ὑπερβολή -exceso-) “es una figura retórica consistente en una alteración exagerada e intencional de la realidad que se quiere representar (situación, característica o actitud), ya sea por exceso (aúxesis) o por defecto (tapínosis)”.
Uso la palabra sociedad en el sentido que le da el sociólogo Niklas Luhmann (la sociedad como la suma de todas las comunicaciones). Casi todo lo que se dice, muestra o escribe por los medios, o sobre temas que adquieren relevancia mediática, está marcado con una tendencia a la desmesura. En este aspecto predominan las orientaciones hacia el exceso, más que hacia el defecto o ausencia de rasgos sobre los temas y motivos que se abordan. Por lo general, cuando la hipérbole se utiliza como recurso para exagerar una ausencia (por ejemplo ocultando algún rasgo de una persona, un hecho o un acontecimiento), el recurso predominante es lo que comúnmente se denomina “ninguneo”.

En el orden informativo las notas de opinión, las cartas de lectores e incluso las crónicas tienden a la exageración por exceso (casi siempre hacia el lado negativo) de los motivos que dan lugar a la producción de cualquiera de esos materiales. La hipérbole más frecuentada en el discurso político es la descalificación, cuando se hace referencia a personas u organizaciones. Por ejemplo, se califica de nazi, narco, corrupto, autoritario o con cualquier otra cualidad descalificante a un individuo, una organización, una empresa o un gobierno, con absoluta naturalidad.

Si, en cambio, lo que se refiere son acciones o hechos políticos, económicos o jurídicos, la hipérbole se viste con el ropaje de la épica (exceso de bondades: “vamos por todo”) o del apocalipsis (exceso de catástrofes: “en seis meses no hay más república”). Dictaduras, colapsos económicos, anomias y vaticinios escatológicos varios, nutren la discursividad mediática y política contemporánea. La palabra “crisis”, en este sentido, se ha vuelto emblemática, como se dice ahora, y el tema de la (in)seguridad es el que, al respecto, genera mayor conflictividad a la hora de evaluar el nexo entre retórica y realidad.

En el plano del entretenimiento, si lo que se dice o se muestra está emparentado con los acontecimientos del mundo del deporte o del espectáculo, el aire que envuelve las comunicaciones está predominantemente compuesto por altas dosis de escándalos, peleas y exaltación de las equivocaciones (la exhibición de los famosos bloopers y los recursos que ofrece la tecnología para repetir una y otra vez, por ejemplo, las fallas de un árbitro en la sanción de algún episodio de un juego, son moneda corriente).

El género publicitario tampoco se priva de la utilización de la hipérbole pero conviene, a este respecto, señalar dos matices. En primer lugar, su uso en publicidad fue siempre un recurso entre otros y siempre entremezclado con la utilización de otras figuras, como en el arte y la literatura, por lo general, con la finalidad de conseguir una mayor expresividad. En segundo lugar, si hubiera, en este momento, dentro del campo publicitario un predominio del uso de la hipérbole, podríamos aventurar la hipótesis de que ese género, para resultar eficaz, debió contaminarse o contagiarse de aquello que hoy impregna el resto de las comunicaciones de la sociedad. Al fin de cuentas, para hacerse entender hay que expresarse como se expresa la mayoría.

Queda pendiente desentrañar si detrás del carácter hiperbólico de las comunicaciones en la sociedad argentina existe alguna finalidad distinta de la de la de lograr mayor expresividad. Yo creo que sí, que efectivamente, el "uso exagerado de la exageración" busca exacerbar los mecanismos de alarma que todos tenemos ante situaciones que generan expectativas (negativas o positivas), y eso con el propósito de provocar tendencias de comportamiento que conviertan los pronósticos en profecías autocumplidas. Pero a lo mejor, todo esto que digo termina siendo, también, una exageración porque tampoco yo puedo escapar a los designios de la sociedad hiperbólica en la que vivo.

sábado, 10 de noviembre de 2012

La función de la democracia

Con la democracia no se come, no se cura ni se educa. Simplemente porque la democracia es una forma de sistema político y no la forma de un sistema económico. Es cierto que es la forma de sistema político afín al sistema económico de forma capitalista, pero como forma política su mejor aporte es la casi completa eliminación de la violencia física para dirimir diferencias, reemplazada por la violencia verbal o, si preferimos, más en general, por la violencia discursiva como punto límite tolerable para escenificar los enfrentamientos entre posiciones ideológicas diferentes. No es poca cosa, sobre todo en países con democracias débiles como es el caso de la Argentina.
Los escenarios en los que la violencia discursiva reemplaza a la violencia física son predominantemente el Congreso, los medios masivos de comunicación y, desde hace un tiempo, las redes sociales. Esto no quiere decir que la violencia discursiva sea la única que circula en esos ambientes. También en ellos se pueden dirimir diferencias en forma menos virulenta o más racional pero, si no es el caso, se puede insultar o descalificar sin que las cosas pasen a mayores. A lo sumo se trasladan a otro de los escenarios verbales, los tribunales, donde la democracia sigue ejerciendo su función de contención dentro de los límtes que impone el uso del lenguaje.

lunes, 25 de junio de 2012

¡Cuidado!

El 17 de julio de 2008, con motivo del denominado “conflicto con el campo”, escribí una nota cuyo título era “Golpe de Estado posmoderno”. En esa oportunidad hice uso de los recursos teóricos que brinda la teoría de redes sociales para explicar algunos de los mecanismos que se utilizan para llevar adelante esta nueva modalidad de destitución de gobiernos elegidos democráticamente.
En la edición de ayer del diario La Nación el académico Juan Gabriel Tokatlian[1] aborda con preocupación el problema “destituyente” desde otra perspectiva. El autor, en relación con el desplazamiento del Presidente Lugo en Paraguay, publica una nota cuyo título es “el auge del neogolpismo”. Recomiendo leer atentamente esta nota que puede tomarse como una señal de alerta para intentos futuros en la región, de los cuales nuestro país no está de ninguna manera exento. Y si no vean, en la misma edición del diario, cómo el periodista Laborda prepara el terreno en su nota "La nueva cruzada antigoplpista del cristinismo".


[1] Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella



viernes, 22 de junio de 2012

Lenin, Trotsky, los Moyano y "cuanto peor, mejor"

Si no fuera que lo que comenzó el miércoles 20 (y, seguramente continuará hasta por lo menos el miércoles próximo), sucede en serio, uno podría tomárselo en broma, y pensar que Moyano y su hijo estuvieron leyendo por la tarde algo parecido a lo que sigue a continuación:

A principios de siglo XX… la autocracia de los zares se había convertido en un lastre para el desarrollo de Rusia y los acontecimientos de todo orden (guerras en el exterior, crisis económicas, cambios sociales profundos) no hacían más que reforzar a los grupos de oposición antizarista.
En 1905, la protesta de obreros y campesinos que reclamaban al zar mejoras laborales es reprimida ferozmente en la jornada conocida como el Domingo Sangriento. … Durante el periodo de 1905 a 1917, el descontento de la sociedad lleva al zarismo al colapso…. los campesinos se rebelan, las ciudades padecen por la falta de suministros, las huelgas se extienden por doquier …
El 23 de febrero de 1917 (7 de marzo, según el calendario gregoriano), grupos populares salen a la calle en Petrogrado pidiendo pan y el fin inmediato de la guerra. La huelga general, el amotinamiento de la guarnición de la ciudad, la organización generalizada de soviets –asambleas de obreros y soldados, a los que se suman los campesinos- fuerzan el establecimiento de un gobierno provisional, integrado por diputados de la Duma, que convoca una Asamblea constituyente y promete reformas. Sin embargo, el poder paralelo de los soviets, en cuyo seno comienzan a despuntar los bolcheviques, que quieren acelerar los cambios, es creciente. En abril, Lenin regresa de su exilio y se adopta la consigna de “todo el poder para los soviets”.
El 3 de julio se inicia es San Petersburgo una insurrección popular que canaliza las constantes protestas …. Kerenski, moderado, nombrado primer ministro del gobierno provisional, no puede controlar el desorden. Sin embargo…, Kerenski se ha visto obligado a convocar a todas las fuerzas, incluidos los bolcheviques …
El 9 de octubre Lenin regresa para preparar la insurrección definitiva ante el debilitamiento del gobierno provisional. El 15 se crea en el Soviet de San Petersburgo un comité militar revolucionario dirigido por Trotsky. El 25, fuerzas bolcheviques ocupan, sin derramamiento de sangre, los puntos estratégicos de la ciudad. El acorazado Aurora apunta al Palacio de Invierno, donde se reúne el gobierno de Kerenski, que es finalmente detenido.
Un nuevo gobierno, presidido por Lenin, se constituye el 26 de octubre integrado sólo por bolcheviques, Trotsky uno de ellos. Este gobierno boicotea la celebración de la Asamblea constituyente y logra mantener el poder en manos de los revolucionarios. Inmediatamente se esbozan una serie de decretos que dan satisfacción a soldados, campesinos y obreros, …[1]

Los Moyano se entusiasmaron, Hugo fue a lo de Bonelli, Pablo a Laferrere con sus muchachos del Ejército Rojo haciendo retroceder a los solados del Zar, y pusieron en marcha la toma del Palacio de Invierno para derrocar al zarismo con la ayuda de Michelli, Barrionuevo, los soviets de campesinos, la convocatoria a la asamblea para el miércoles por parte de Pinedo, Bullrich y otros miembros de la Duma al servicio de Kerenski que, como se comprobó al final, se probaba un traje que le quedaba grande. Si uno lo mira de este modo, da un poco de risa. Pero si lo proyecta hacia atrás y recuerda los resultados de tensar la cuerda todo lo que se pueda bajo la consigna “cuanto peor, mejor”, propia de otros tiempos oscuros, como diría Homero Expósito,  “dan ganas de balearse en un rincón”.
No me extraña ni el oportunismo de la derecha, ni la miopía interesada de la CTA, ni nada de lo que hace la paupérrima dirigencia política, gremial, corporativa (y ni qué decir, mediática) con la que cuenta hoy nuestro país. Pero de verdad lamento que los pocos lúcidos por formación y más o menos creíbles por historia y trayectoria se plieguen a este lamentable bochorno, olvidando quiénes terminan siendo los perjudicados del derrumbe y los beneficiarios de la demolición. Como dije en alguna otra oportunidad, a ellos siempre les queda tiempo para arrepentirse una o dos décadas después, decir una y otra vez que “no podemos volver a repetir los errores del pasado”, etc., etc., etc., hasta que una nueva coyuntura les hace perder de vista el horizonte y vuelven, otra vez, a cometer los mismos errores.


[1] Fragmento extraído de: DOSSIER DE PRENSA LEÓN TROTSKY, Historia de la Revolución Rusa, Veintisiete Letras, Madrid, octubre 2007