En los tres períodos en los
que me gusta dividir la historia social y cultural de occidente hubo un momento
en que la expresión dominante de esa cultura tuvo su versión negativa. Así por
ejemplo, en la premodernidad (ese
momento de la historia que entre los siglos III y XIV fue acaparado por el
pensamiento teológico) la élite intelectual de la época (o sea, los teólogos)
supo construir en sus albores (digamos, del silgo III al siglo V) una versión
de la teología que se denominó teología
negativa. Esta teología niega la posibilidad de conocer a Dios por lo que
es, y sólo acepta que se puede saber de él lo que no es (Dios no es ni un
género ni una especie porque está más allá, tanto de cualquier realidad física,
como de las posibilidades de aprehensión y comprensión de la inteligencia
humana). Por eso, para la teología negativa, Dios es incognoscible e
incomprensible.
También la modernidad (el período que muchos
científicos sociales extienden entre los siglos XV y fines del siglo XX) ha
sabido darle una impronta negativa a uno de sus conceptos insignes: la
dialéctica. Recordemos la importancia que ese concepto tuvo primero para Hegel,
y luego para Marx. Por eso, dentro de esa tradición, en el marco de lo que fue
la escuela de Frankfurt, y ya pasada la mitad del siglo pasado, Adorno acuñó la
expresión dialéctica negativa e
incluso le dio formato de libro. Básicamente, esa dialéctica niega lo que fue
un estandarte del pensamiento metafísico clásico que creía posible identificar
razón y realidad, sujeto y objeto y, en términos de la filosofía del lenguaje,
el mundo y sus referencias. En pocas palabras, la dialéctica negativa busca
resaltar el valor de la diferencia y la contradicción por encima de los valores
tradicionales burgueses de la identidad, la unidad y la armonía (este último
concepto, sobre todo, en el campo de la estética, como valor positivo de la
belleza).
Nosotros, en nuestra época,
que algunos llaman posmodernidad y
otros modernidad tardía, para no ser
menos, también asistimos a un momento en el que una de nuestras vedetes
conceptuales, la comunicación,
atraviesa por una etapa en la que con todo derecho podemos decir de ella que va
en camino de constituirse (si es que todavía no lo ha hecho), en comunicación negativa.
Comunicación negativa es aquella
producida de manera deliberada por un conjunto de emisores organizados con la
finalidad de desinformar, confundir y escandalizar a los receptores a los que
van dirigidos sus mensajes. La comunicación negativa tiene una usina, dos
grandes grupos de voceros y dos espacios de difusión bien definidos. La usina
de la comunicación negativa es el conjunto de factores de poder que construye
estrategias discursivas (argumentos racionales y/o emocionales) que sostienen
sus intereses sectoriales. Sus voceros
son los periodistas y los políticos parlamentarios (en general, los
legisladores). Los espacios sociales
donde se expresa la comunicación negativa son los medios de comunicación y el
parlamento.
Después de Karl Kraus
(contra los periodistas) es muy poco lo que se puede agregar sobre esta nueva
casta sacerdotal que interpreta, apostrofa, dictamina y enjuicia sobre todo y
sobre todos y que, bajo sus dictámenes y sentencias, quedamos nosotros
expuestos, indefensos e imposibilitados de contrarrestar la fuerza y los
efectos de sus expresiones. Y aunque es muy poco lo que se puede agregar
después de lo dicho satíricamente por Kraus sobre los periodistas, Pierre
Bourdieu,
se permite glosar las reflexiones del escritor austríaco, y lo primero que nos
recuerda es que “los fenómenos observados
por Kraus, tienen un equivalente hoy”. Para sostener esta afirmación,
Bourdieu puntualiza algunos rasgos del periodismo que contribuyen a darle forma
a la comunicación negativa.
Afirma, en primer término,
que los periodistas se arrogan el
monopolio de la objetivación pública, esto es, si lo dicen ellos, entonces
es cierto y las cosas, los hechos o las personas son como los periodistas dicen
que son.
En segundo lugar, constata
el poder (y el abuso de poder) que el
periodismo ejerce cotidianamente sobre nosotros, y eso debería servirnos
como advertencia para ser precavidos ante sus especulaciones, conjeturas y
afirmaciones.
En tercer lugar, Bourdieu
menciona cómo ejercen ese poder los periodistas, diariamente, a través de la
divulgación masiva en los grandes medios, y lo hacen en el acto “de publicar o no publicar los hechos o los
comentarios a ellos dirigidos (hablar de una manifestación o guardar en
silencio, de dar cuenta de una conferencia de prensa o ignorarla, de dar cuenta
de manera fiel o inexacta, o deformada, favorable o desfavorable), o hasta, en
desorden (a granel), por el hecho de poner los títulos o las leyendas, por el
hecho de pegar etiquetas profesionales más o menos arbitrarias, por exceso o
por omisión (podríamos hablar de los usos de la etiqueta de
"filósofo"), por el hecho de constituir como un problema algo que no
lo es, o la inversa. Pero pueden ir más allá, impunemente, respecto a personas,
a sus acciones o a sus obras. Podemos decir sin exagerar, que tienen el monopolio de la difamación
legítima. …”
En cuarto lugar, pone en
tela de juicio la moralidad o ética siempre presentes si no explícitamente,
como telón de fondo de las notas o editoriales que escriben en los diarios o
dicen en la radio o la televisión. En ese sentido, recuerda que Kraus “…tenía horror por las buenas causas y de
aquellos que sacan provecho: es un signo, a mi juicio, de salud moral de estar
furioso contra aquellos que firman peticiones simbólicamente rentables.
Denuncia lo que la tradición llama el "fariseísmo". Por eso,
expone sus “…dudas sobre la deontología y
sobre todas las formas de seudo-crítica periodística del periodismo, o
televisiva sobre la televisión, que no son más que distintas maneras de hacer
el audiómetro y de restaurar su buena conciencia, dejando todo en su lugar”.
Sin embargo, todo esto no
es más que el efecto de la puesta en marcha de la comunicación negativa que el
periodismo ejercita diariamente. Tal vez lo más significativo está
en la forma como instrumentan ese valor de la comunicación. En líneas
generales lo hacen recurriendo a tres procedimientos tan básicos como
efectivos:
•
interpretar
para desinformar. Aunque no estoy muy seguro de que todos los
periodistas sepan quién fue Nietzsche (en realidad desconfío de la formación
académica y del bagaje cultural de la mayoría de ellos y ellas), y mucho menos
que casi todos conozcan aunque sea la vulgata de la famosa reflexión del
filósofo que en su expresión más difundida dice “no hay hechos, sólo
interpretaciones”, cada uno se las ingenia para desinformar poniendo en
práctica esta máxima, interpretándolo todo. Y por supuesto, tampoco creo que
para interpretar posean una profunda vocación hermenéutica ni que sigan los
argumentos de Gadamer en Verdad y método,
o de Ricouer en Hermenéutica y acción.
Cuando interpretan se produce un fenómeno curioso. Interpretan los hechos como
lo haría cualquier persona (muchas veces, “para que la gente entienda”) pero,
como lo hacen desde un lugar privilegiado en términos de emisión para la
comunicación (el púlpito de los medios), sus interpretaciones se toman por (o
se transforman en) contenidos informativos. Lo que sucede es que esas
interpretaciones cuentan con escaso respaldo argumentativo o fáctico y eso hace
que esa faceta informativa de la interpretación termine desinformando, sobre
todo cuando se cruza con otras interpretaciones surgidas de la misma manera.
•
opinar
para confundir. El resultado de cada interpretación
periodística (que, como dijimos, tiene un peso social superior a cualquier
interpretación que no circule por los medios), se transforma en una opinión
autorizada que aumenta sus dimensiones a medidas que luego se replica en otros
medios y en otros programas en las que se confronta con las opiniones de otros
periodistas o “expertos” que en pocos segundos nos explican su punto de vista
de cualquier cosa (un choque, una explosión, un asesinato, el sentido de una
ley, un eclipse, el reglamento de un deporte, o lo que sea). Se produce
entonces en la audiencia o entre los lectores un efecto de saturación por
exceso de opiniones. Ese exceso cuantitativo suele ser siempre defendido y
exaltado como “una expresión genuina de pluralidad de voces que fortalecen la
democracia”. La confusión, entonces, está clarísima.
•
confrontar
para escandalizar. Es posible que alguna vez algún “maestro de
periodistas” les haya dicho que un buen periodista es aquel que hace preguntas
incisivas, molestas, o que es capaz de poner en aprietos a su entrevistado
confrontándolo con su propio “archivo”, con su pasado o con su rival,
adversario, o contrincante de turno. Cuando uno ve o escucha esos “debates” que
puede ser entre vedetes o políticos (si es que hay diferencia entre ellos)
advierte de inmediato que la propuesta no apunta a llegar a alguna conclusión
superadora de las diferencias sino a llenar un vacío mediático con el escándalo
que surge de la confrontación. Los medios, en definitiva, se ha convertido en
eso: un vacío que hay que llenar con lo que sea y el escándalo no es más que
uno de los rellenos predilectos de los periodistas.
Pero si algo le faltaba al
periodismo para terminar de completar esta forma de construir comunicación
negativa, aparecieron los comentarios
de “la gente” en las notas de los diarios que leemos en internet. De verdad,
uno no puede creer que eso que lee al pie de las “interpretaciones” pase
realmente pero, seguramente, en nombre de la libertad de expresión, los
comentarios y los comentaristas vinieron a unirse a los periodistas para
terminar de darle forma a este nuevo valor de la comunicación.
En resumen, la comunicación negativa se sostiene en la
interpretación que los periodistas hacen de los hechos, en las opiniones que
ellos tienen sobre los acontecimientos y las personas, y en la construcción de
confrontaciones (reales o inventadas) que sirven para mantener despierto el
espíritu amodorrado de los lectores y las audiencias. Interpretar, opinar y
confrontar son las prácticas más usuales de los periodistas que construyen
comunicación negativa, y esas prácticas suponen una gradación de calidad en su
puesta en acto (no es igual la calidad de la opinión de un editorialista
avezado que la de un cronista; no es lo mismo que interprete los resultados de
las encuestas –otra herramienta de la comunicación negativa- el conductor de un
programa político, que lo haga un ciudadano común; no son equiparables las
confrontaciones que nacen de la pluma de un jefe de redacción o del comentario
de un conductor del panel, con las que provoca un notero en la calle,
pidiéndole la opinión sobre su supuesto adversario, al entrevistado de ocasión).
El otro ámbito donde se
genera comunicación negativa dentro del género político, es el parlamento. Y,
lógicamente, sus gestores son, sobre todo, los parlamentarios pero, para
decirlo más en general, cualquier político que ocupe un puesto por afuera de los
cargos donde se toman decisiones.
La democracia moderna ha
hecho del parlamento un lugar donde suceden dos cosas: por un lado, se cobijan
quienes trabajan de políticos y tienen pocas o ninguna chance de ocupar cargos
en los puestos de decisión que, por lo general, son los que se encuentran
dentro del poder ejecutivo (desde el presidente y los gobernadores hasta los
ministros), y ahora también, en el Poder Judicial. Por otra parte, el
parlamento es el lugar en donde esas personas que van de un partido a otro con
la doble finalidad de conservar su puesto de trabajo de políticos y de expresar
las ideas de sus empleadores/anunciantes, hablan entre ellos haciendo ver que
lo hacen en nombre del pueblo o de sus representados, pero en realidad sólo
hablan para cumplir con su trabajo que, justamente, consiste en hablar y cobrar
por eso. Para poder hacer su tarea lo que hacen es politizar algún tema que
luego le permita hablar de eso.
Un pequeño grupo de ellos,
además de hablar en el recinto y en las comisiones, va de un set televisivo a
otro, y pasan de un micrófono de radio a otro.
Son los "parlamentarios mediáticos". Ellos se encargan de
llevar por los medios las opiniones de sus empleadores que casi siempre son
empresas o corporaciones en nombre de las cuales hablan (en el parlamento y en
los medios) intentado que no se explicite ese mandato. Son, en verdad, personas
especiales. No tienen ningún empacho de pasar de un partido a otro o de una
organización política a otra, con tal de conservar el trabajo. Saben que lo
único que tienen que hacer es hablar y adecuar el discurso a las necesidades de
sus empleadores de turno. Ningún partido puede prescindir de ellos, por eso es
difícil encontrar algún político que no haya saltado de una organización
partidaria a otra, pero también es difícil encontrar algún partido que no tenga
o haya tenido entre sus filas a uno o más de estos mutantes.
Esta situación (que no es
nueva, pero que se ha transparentado en esta época por la exposición que tienen
tanto los políticos como las sesiones del parlamento gracias a la difusión que
le dan los medios) ha hecho del parlamento un ambiente donde se genera
comunicación negativa (o sea: desinforma, confunde y escandaliza) y ha hecho de
ésa, una institución absolutamente
prescindible. Conviene aclarar de inmediato que de lo que se puede prescindir
es del parlamento pero no de la representación ni de la democracia
representativa. Tal vez una prueba de esto es que a la población, cuando va a
votar no le interesan ni las personas ni los nombres de los políticos que
ocupan las listas por debajo de los parlamentarios o legisladores mediáticos.
Lenin
recordaba textos de Marx en "la comuna de París y señalaba que "... en cualquier país parlamentario, de
Norteamérica a Suiza, de Francia a Inglaterra, Noruega, etc.: la verdadera
labor “de Estado” se hace entre bastidores y la ejecutan los ministros, las
oficinas, los Estados Mayores. En los parlamentos no se hace más que charlar,
con la finalidad especial de embaucar al “vulgo”.
Pero mucho más cerca en el
tiempo, Luhmann, un sociólogo insospechado de producir ideas radicales como las
de Marx o Lenin, también se dio cuenta de que "la politización de los temas no está enlazada de antemano a la solución
racional de problemas... Los problemas se tratarán dando preferencia a aquellos
problemas que no se pueden resolver (por ejemplo: creación de nuevas plazas de
trabajo), sobre lo que es posible hablar sin que se sigan de allí mayores
consecuencias. En este campo surgen talentos especiales que poseen habilidad de
dar con estos problemas, de evitar su solución y de hacer que otros se ocupen
de ello. Se llega así en sentido general a la hipocresía dado que se simula que
con tan sólo buena voluntad se pueden solucionar los problemas”.
Por eso, “en las elecciones los políticos tratarán de convencer al
pueblo que los elija. Se dedicará mucha atención a la presentación correcta de
programas políticos y se introducirán acentos morales para insinuar que ciertas
políticas sólo podrían ser alcanzadas por gente que sabe lo que es bueno y
verdadero. Es evidente que uno puede darse cuenta de este juego, pero el
sistema está inmunizado contra ese tipo de observación porque en este nivel
(nosotros diríamos: sistémico) no existe otra alternativa: al parecer no hay
otra manera de manejar complejidad política. Si se descubriera otra forma esto
significaría una verdadera revolución. Al pueblo no le queda más alternativa
que resignarse ante las alternativas que se le proponen. Por eso, viéndolo con
realismo, el futuro de la democracia dependerá de la forma en que se distingan
las alternativas.
En pocas palabras y para
terminar, el periodismo opinante y el parlamentarismo venal y charlatán han
sabido construir en nuestro tiempo una pareja que se lleva a la perfección
porque saben compartir como pocos los beneficios que genera trabajar para el
mejor postor en el momento oportuno, construyendo comunicación negativa. Afuera
estamos nosotros mirando con desencanto, desde la ventana, y sin poder hacer demasiado, el espectáculo que unos y
otros escenifican del lado de adentro de la fiesta, tratando de hacernos creer
que lo que hacen, lo hacen en nuestro nombre.
V. I. Lenin (1975): El Estado y la
revolución. Ediciones en lenguas extranjeras. Pekin. Página 56.